viernes, octubre 10, 2008

2. Mi escuela primaria

Mientras la máquina de rayos daba vuelta sobre mi cabeza, me acordé de los seis años que pasé en la Moya.  Así llamábamos simplemente a la escuela Rafael Moya, centro educativo de niñas en el centro de la provincia de Heredia.
Para la época en que inicié mi primer grado, la sede ya estaba al costado sur del estadio, frente a lo que fue la Plaza de chanchos y que se convirtió más tarde en el Palacio de los Deportes.
Su infraestructura era la típica de los años setenta:  dos pabellones de aulas de bloques de cemento, con sendos corredores y un patio de recreo inmenso.
La entrada a clases era genial:  unas semanas antes íbamos a comprar el bulto (de cuero crudo, pesado y labrado, que olía a eso, a cuero y que tenía una agarradera tosca que te sacaba ampollas en las manos), los cuadernos y los lápices. Esto último no era muy difícil, sólo había un tipo de cuadernos y los mejores lapiceros eran BIC, con tapa redondeada.  Una cartuchera, una regla, un par de lápices y una maquinilla.  Tres tardes completas para forrar los  cuadernos con papel de regalo que aplanchábamos para que no se notara que era usado, y plástico para que duraran todo el año.
El primer día de clase, con todo ese olor a nuevo, era la asamblea en el patio, cantábamos el himno nacional, el himno de la escuela, escuchábamos dos o tres reflexiones, soportábamos el sol de marzo sobre nuestras cabezas con la frente perlada de sudor y las manos inquietas acariciando el uniforme recién comprado:  zapatos negros, medias azules hasta la rodilla, falda azul con paletones , camisa blanca inmaculada y pañoleta azul sobre los hombros.
Luego nos íbamos a nuestras respectivas aulas, con las compañeras que fueron las mismas durante toda la primaria.  De esa relación de seis años, hay lazos que perduran hasta hoy y le doy gracias a Dios por eso.  
Divinia, Mina, las dos María Luisas, Fiorella, Carolina, Maritza, Zaritza, Socorro, las dos Marielos, Xenia, Grace, Ana Virginia, son algunas de las que me acuerdo con mucha claridad.  Todas vivíamos relativamente ceca, conocíamos las casas de las demás,  hacíamos juntas el camino hasta la escuela y jugábamos después de clases en alguna de las casas o en el parque.
La Niña Ligia era la directora.  Una mujer grande (o mis ojos la veían grande desde mi pequeñez?) a quien le gustaba entrar a la clase todos los días y saludarnos para ver cómo andaba la cosa... 
Esa simple tarea de supervisión, muchos directores de escuela no la hacen ahora... y es una lástima.
La Niña Pilar fue nuestra maestra de grado durante los seis años. Una agradable solterona, a quien le debo mi gusto por la poesía y las letras.  Ella me enseñó a declamar "Los motivos del Lobo", "La parábola", algunos versos de Gabriela Mistral y de José Martí.  
Con ella escribí mis primeros versos y leí mis primeros libros.  Ciertamente nunca aprendí a dividir con ella, pero las bases matemáticas nunca me interesaron mucho.   "Platero y yo", "Mujercitas", "Hombrecitos", "Aventuras de los ocho primos",  "Heidi", casi todas las obras de Julio Verne, fueron mis primeras lecturas.
Ya había aprendido a leer antes de entrar a la escuela, y nunca, pero nunca más me ha faltado un libro entre las manos.   Y claro, mientras yo leía en los recreos, las compañeras jugaban jackses
o elástico, o quedó esquinero.   A veces me interrumpían mi lectura para que fuera a jugar con ellas y yo accedía de mala gana.
Tenía una ortografía algo descuidada.  Y la manera de corregirla era muy sencilla.  Al final de la tarea, la Niña Pilar escribía correctamente las palabras que yo había escrito mal, y le ponía de seguido tantas equis como veces había que repetirla.  Generalmente, entre cuatro y seis veces, y si la falta era muy grave, hasta diez.
Fui feliz yendo a la escuela.  Curiosamente, recuerdo más los momentos de recreo que las clases.
Era un universo femenino y seguro.  Aprendí medianamente en ella, a cocinar y a cantar.  Aprendî mal a pegar botones, bordar y resolver problemas básicos de matemática.  Aprendí las tablas de multiplicar de memoria.  También a tocar piano, tambor y lira.  A declamar y escribir versos. Aprendí la letra de los himnos de todos los países de centroamérica,  de la independencia, y otros más.
Leí mucho.  Jugué mucho.  Tuve amigas y las tengo.  Recuerdo ese universo con cariño y nostalgia.

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